De los que estuvimos en Marruecos, fui yo el primero que se despertó en la mañana del 27 de septiembre hace ya muchos años. Los demás continuaban durmiendo a la intemperie metidos en sus sacos, resguardándose del frío que corre entre las montañas rifeñas. Me levanté, cogí la cámara y fui a pasear por el poblado donde apenas vivían una docena de familias; donde la civilización no había llegado más que por las antenas que coronaban en las casuchas de tejados de uralita. Me apetecía capturar los primeros rayos de sol que amenazaban a lo lejos con agujerear la negrura de la noche. Como el sitio no presentaba otro edificio más atractivo que una pequeña ermita, caminé laderas y pendientes en las que solían pacer rebaños de cabras. Esta actividad, junto con el cultivo del «kifi», era de lo que vivían aquellas gentes tan hospitalarias.
Una niña en el Rif
